Pronunciado el 19 de septiembre de 1915.
Camaradas:
La humanidad se encuentra en uno de los momentos más solemnes de su historia. En el Universo nada es estable: todo cambia, y nos encontramos en el momento en que un cambio está por efectuarse en lo que se refiere al modo de agruparse de los seres humanos al conjunto de instituciones económicas, políticas, sociales, morales y religiosas, que constituyen lo que se llama sistema capitalista, o sea el sistema de la propiedad privada o individual.
El sistema capitalista muere herido por sí mismo, y la humanidad, asombrada, presencia el formidable suicidio. No son los trabajadores los que han arrastrado a las naciones a echarse unas sobre las otras: es la burguesía misma la que ha provocado el conflicto, en su afán por dominar los mercados. La burguesía alemana realizaba colosales progresos en la industria y en el comercio, y la burguesía inglesa sentía celos de su rival. Eso es lo que hay en el fondo de ese conflicto que se llama guerra europea: celos de mercachifles, enemistades de traficantes, querellas de aventureros. No se litiga en los campos de Europa el honor de un pueblo, de una raza o de una patria, sino que se disputa, en esa lucha de fieras, el bolsillo de cada quien: son lobos hambrientos que tratan de arrebatarse una presa. No se trata del honor nacional herido ni de la bandera ultrajada, sino de una lucha por la posición del dinero, del dinero que primero se hizo sudar al pueblo en los campos, en las fábricas, en las minas, en todos los lugares de explotación y que ahora se quiere que ese mismo pueblo explotado lo guarde con su vida en los bolsillos de los que lo robaron.
¡Qué sarcasmo! ¡Qué ironía sangrienta! Se hace trabajar al pueblo por un mendrugo, quedándose los amos con la ganancia, y después se hace que los pueblos se destrocen unos a otros para que esa ganancia no sea arrancada de las uñas de sus verdugos. Protegernos los pobres, está bien: ése es nuestro deber, ésa es la obligación que nos impone la solidaridad. Protegernos los unos a los otros, ayudarnos, defendernos mutuamente, es una necesidad que debemos satisfacer si no queremos ser aniquilados por nuestros señores; pero armarnos, y echarnos unos sobre los otros para defender el bolsillo de nuestros amos, es un crimen de lesa clase, es una felonía que debemos rechazar indignados. A las armas, está bien; pero contra los enemigos de nuestra clase, contra los burgueses, y si nuestro brazo ha de tronchar alguna cabeza, que sea la del rico; si nuestro puñal ha de alcanzar algún corazón, que sea el del burgués. Pero no nos destrocemos los pobres unos a los otros.
En los campos de Europa los pobres se destrozan unos a los otros en beneficio de los ricos, quienes hacen creer que luchan en beneficio de la patria. Y bien; ¿qué patria tiene el pobre? El que no cuenta más que con sus brazos para ganarse el sustento, sustento del que carece si al amo maldito no se le antoja explotarlo, ¿qué patria tiene? Porque la patria debe ser algo así como una buena madre que ampara por igual a todos sus hijos. ¿Qué amparo tienen los pobres en sus respectivas patrias? ¡Ninguno! El pobre es un esclavo en todos los países, es desgraciado en todas las patrias, es un mártir bajo todos los gobiernos. Las patrias no dan pan al hambriento, no consuelan al triste, no enjugan el sudor de la frente del trabajador rendido de fatiga, no se interponen entre el débil y el fuerte para que éste no abuse del primero; pero cuando los intereses del rico están en peligro, entonces se llama al pobre para que exponga su vida por la patria, por la patria de los ricos; por una patria que no es nuestra, sino de nuestros verdugos.
Abramos los ojos, hermanos de cadena y de explotación; abramos los ojos a la luz de la razón. La patria es de los que la poseen, y los pobres nada poseen. La patria es la madre cariñosa del rico y la madrastra del pobre. La patria es el polizonte armado de un garrote, que nos arroja a puntapiés al fondo de un calabozo o nos pone el cordel en el pescuezo cuando no queremos obedecer las leyes escritas por los ricos en beneficio de los mismos ricos. La patria no es nuestra madre: ¡es nuestro verdugo! y por defender a ese verdugo, nuestros hermanos, los proletarios de Europa se arrancan la existencia los unos a los otros. Imaginaos el espacio que ocuparán más de 6 000 000 de cadáveres; una montaña de cadáveres, ríos de sangre y de lágrimas, eso es lo que ha producido hasta este momento la guerra europea. Y esos muertos son nuestros hermanos de clase, son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Son trabajadores que desde niños fueron enseñados a amar a la patria burguesa, para que, llegado el caso, se dejasen matar por ella. ¿Qué poseían de sus patrias esos héroes? ¡Nada! No poseían otra cosa que un par de brazos robustos para procurarse el sustento propio y el de sus familias. Ahora las viudas, los dolientes de esos trabajadores tendrán que morirse de hambre. Las mujeres se prostituirán para llevarse a la boca un pedazo de pan; los niños robarán para llevar algo de comer a sus ancianos padres; los enfermos irán al hospital y a la tumba. Burdel, presidio, hospital, muerte miserable: he ahí el premio que recibirán los deudos de los héroes que mueren por su patria, mientras los ricos y los gobernantes derrochan en francachelas el oro que se ha hecho sudar al pueblo en la fábrica, en el taller, en la mina. ¡Qué contraste! Sacrificio, dolor, lágrimas para los que todo lo producen, para los creadores abnegados de la riqueza. Placeres y dichas para los holgazanes que están sobre nuestros hombros. Sacudámonos, agitémonos, obremos para que caigan a nuestros pies los parásitos que acaban con nuestra existencia. Pongamos resueltamente nuestros puños en el cuello del enemigo. Somos más fuertes que él. Un revolucionario dijo esta inmensa verdad: “Los tiranos nos parecen grandes porque estamos de rodillas; ¡levantémonos!”
[1]Y bien: horrible como es la carnicería insensata que convierte en matadero el territorio del Viejo Mundo, ella tiene que producir inmensos bienes a la humanidad, y en lugar de entregarnos a tristes reflexiones considerando tan sólo el dolor, las lágrimas y la sangre, alegrémonos, regocijémonos de que tal hecatombe haya tenido lugar. La catástrofe mundial que contemplamos es un mal necesario. Los pueblos, envilecidos por la civilización burguesa, ya no se acordaban de que tenían derechos, y se hacía indispensable una sacudida formidable para despertarlos a la realidad de las cosas. Hay muchos que necesitan del dolor para abrir sus cerebros a la razón. El maltrato envilece al apocado y al tímido; pero en el pecho del hombre de vergüenza despierta sentimientos de dignidad y de noble orgullo que lo hacen rebelarse. El hambre doblega al cobarde y lo entrega de rodillas al burgués; pero es al mismo tiempo un acicate que hace encabritar a los pueblos. El sufrimiento puede conducir a la resignación y a la paciencia; pero también puede poner, en las manos del hombre valiente, el puñal, la bomba y el revólver. Y esto será lo que suceda cuando termine esta guerra infame, o lo que la hará terminar. Las grandes batallas campales terminarán con la barricada y el motín de los pueblos rebelados, y las banderas nacionales se desvanecerán en el espacio, para dar lugar a la bandera roja de los desheredados del mundo.
Entonces la revolución que nació en México, y que vive aún como un azote y un castigo para los que explotan, los que embaucan y los que oprimen a la humanidad, extenderá sus flamas bienhechoras por toda la tierra y en lugar de cabezas de proletarios rodarán por el suelo las cabezas de los ricos, de los gobernantes y de los sacerdotes, y un solo grito subirá al espacio escapado del pecho de millones y millones de seres humanos: ¡Viva Tierra y Libertad!
Y por primera vez el sol no se avergonzará de enviar sus rayos gloriosos a esta mustia tierra, dignificada por la rebelión, y una humanidad nueva, más justa, más sabia, convertirá a todas las patrias en una sola patria, grande, hermosa, buena: la patria de los seres humanos; la patria del hombre y de la mujer, con una sola bandera: la de la fraternidad universal.
Saludemos, compañeros de fatigas y de ideales, a la Revolución mexicana. Saludemos esa epopeya sublime del peón convertido en hombre libre por la rebeldía, y pongamos todo lo que esté de nuestra parte, nuestro dinero, nuestro talento, nuestra energía, nuestra buena voluntad, y si necesario es que sacrifiquemos nuestro bienestar, nuestra libertad y aun nuestra vida para que esa Revolución no termine con el encumbramiento de ningún hombre al Poder, sino que, siguiendo su curso reivindicador, termine con la abolición del derecho de propiedad privada y la muerte del principio de autoridad; porque mientras haya hombres que poseen y hombres que nada tienen el bienestar y la libertad serán un sueño, continuarán existiendo tan sólo como una bella ilusión jamás realizada.
La Revolución no debe ser el medio de que se valgan los malvados para encumbrarse, sino el movimiento justiciero que dé muerte a la miseria y a la tiranía, cosas que no mueren eligiendo gobernantes, sino acabando con el llamado derecho de propiedad privada. Este derecho es la causa de todos los males que sufre la humanidad. No hay que buscar el origen de nuestros males en otra cosa, pues por el derecho de propiedad hay Gobierno y hay sacerdotes. El Gobierno es el encargado de ver que los ricos no sean despojados por los pobres, y los sacerdotes no tienen otra misión que infundir en los pechos proletarios la paciencia, la resignación y el temor de Dios, para que no piensen jamás en rebelarse contra sus tiranos y explotadores.
El Partido Liberal Mexicano —unión obrera revolucionaria— comprende que la libertad y el bienestar son imposibles mientras existan el Capital, la Autoridad y el Clero, y a la muerte de estos tres monstruos o de ese monstruo de tres cabezas, tienden todos sus esfuerzos, y a la propaganda y a la acción de los miembros de este Partido se debe el hecho de que no hay un gobierno estable en México, esto es, que no se fortalezca una nueva tiranía. No queremos ricos, no queremos gobernantes ni sacerdotes; no queremos bribones que exploten las fuerzas de los trabajadores; no queremos bandidos que sostengan con la ley a esos bribones, ni malvados que en nombre de cualquier religión hagan del pobre un cordero que se deje devorar de los lobos sin resistencia y sin protesta.
Aquellos de vosotros que queráis conocer a fondo por qué lucha el Partido Liberal Mexicano, no tenéis qué hacer otra cosa que leer el Manifiesto de 23 de Septiembre de 1911, promulgado por la Junta Organizadora del Partido.
Así como la guerra europea es un mal necesario, la Revolución mexicana es un bien. Hay sangre, hay lágrimas, hay sacrificios, es cierto; pero ¿qué grande conquista ha sido obtenida entre fiestas y placeres? La libertad es la conquista más grande que puede apetecer un pecho digno, y la libertad sólo se obtiene arrostrando la muerte, la miseria y el calabozo.
Pensar que de otra manera se puede conquistar la libertad, es equivocarse lamentablemente.
Nuestra libertad está en las manos de nuestros opresores: de ahí que no podamos adquirirla sin lucha y sin sacrificio.
¡Adelante! Si en Europa se combate todavía por la patria, esto es, por los ricos, en México se lucha por Tierra y Libertad! ¡Adelante! El momento es solemne. En México el sistema capitalista se derrumba a los golpes de la plebe dignificada, y los clamores de los ricos y los clérigos llegan a Washington a trastornar el seso de ese pobre juguete de la burguesía que se llama Woodrow Wilson,
[2] el presidente enano, el funcionario de sainete que, por ironía del Destino, le ha tocado ser actor en una tragedia en la que solamente deberían tomar parte personajes de hierro.
¡Adelante! El remedio está a nuestro alcance. Para acabar con el sistema capitalista no tenemos otra cosa que hacer que poner nuestras manos sobre los bienes que se encuentran en las garras de los ricos y declararlos propiedad de todos, hombres y mujeres. El hombre arriesga su vida por encumbrar a un gobernante, que por más amigo del pobre que se diga ser, nunca lo será más que lo es del rico, ya que su misión es velar porque la ley sea respetada, y la ley ordena que se respete el derecho de propiedad privada o individual. ¿Para qué matarse por tener un gobierno? ¿Por qué no, mejor, sacrificarse por no tener ninguno, con mayor razón cuando el mismo esfuerzo que se hace para quitar a un gobernante y poner otro en su lugar, es el mismo que se necesita para arrancar de las manos de los ricos la riqueza que detentan?
La, expropiación: éste es el remedio; pero debe ser la expropiación para beneficio de todos y no de unos cuantos. La expropiación es la llave de oro que abre las puertas de la libertad, porque la posesión de la riqueza da la independencia económica. El que no necesita alquilar sus brazos para vivir, ése es libre.
¡Adelante! No es posible detenerse y ser simples espectadores del drama formidable. Que cada cual se una a los de su clase: el pobre con el pobre; el rico con el rico, para que cada quien se encuentre con los suyos y en su puesto en la batalla final: la de los pobres contra los ricos; la de los oprimidos contra los opresores; la de los hambrientos contra los hartos, y cuando el humo del último disparo se haya disipado, y del edificio burgués no quede piedra sobre piedra, que el sol alumbre nuestras frentes ennoblecidas y a la tierra le quepa el orgullo de sentirse pisada por hombres y no por rebaños.
Aprendamos algo de nuestros hermanos los revolucionarios expropiadores de México. Ellos no han esperado a que se encarame nadie a la Presidencia de la República para iniciar una era de justicia. Como hombres han destruido todo lo que se oponía a su acción redentora. Revolucionarios de verdad, han hecho pedazos la ley; la ley solapadora de la injusticia; la ley alcahueta del fuerte. Con mano robusta han hecho pedazos las rejas de los presidios y con los barrotes han hundido el cráneo de jueces y cagatintas. Al burgués le han acariciado el pescuezo con la cuerda de los ahorcados, y con gesto heroico, jamás presenciado por los siglos, han puesto la mano sobre la tierra que palpita emocionada al sentirse poseída por hombres libres.
¡Adelante! Que en este momento solemne cada quien cumpla con su deber.