Ni se puede, ni podemos: contra las izquierdas del régimen
La izquierda real, la transformadora y revolucionaria es aquella que, por situarse en contra y al margen del régimen, le dice al pueblo que: ni se puede, ni podemos
“Cuando, por ley natural, mi capitanía llegue a faltar, que inexorablemente tiene que faltar algún día, es aconsejable la decisión que hoy vamos a tomar, que contribuirá, en gran manera, a que todo quede atado y bien atado para el futuro”. Con estas palabras, Franco le exponía a sus “procuradores” las razones por la que había decidido designar a Juan Carlos de Borbón y Borbón como su sucesor “a título de Rey” y, hasta entonces, nombrarlo “Príncipe de España”. Fueron pronunciadas en el acto de su ratificación por las Cortes, el 22 de julio de 1969. Una ratificación que fue aprobada “por aclamación”.
Con esta decisión, “el Caudillo” cumplía con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, que el mismo hizo aprobar en 1947. Una ley que sentaba las bases institucionales del régimen: “España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo a su tradición, se declara constituido en Reino”. Así como el futuro del mismo tras “su falta”: “En cualquier momento, el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que debe ser llamado en su día a sucederle, a título de Rey”. Cabe subrayar las semejanzas entre esta definición del Estado Español y la de la Constitución de 1978. Aquel Estado monárquico, social y representativo ya prefiguraba el actual.
Esa expresión de que “todo quede atado y bien atado” se convertirá en estandarte de la continuación del régimen más allá de la propia existencia del Dictador y resumirá, en sí misma, tanto lo que supuso aquella “transición” como lo que es esta “democracia”. Un continuismo que, bajo forma de “monarquía parlamentaria”, se instituía a partir de la aplicación de la legislación franquista e impulsada por sus instituciones. La puesta en marcha del plan ya previsto en 1947, y del que el nombramiento como sucesor de Juan Carlos en 1969 no suponía más que su desarrollo. Consecuentemente, esa “transición” dio comienzo realmente en 1969, bajo la dirección del propio Dictador y auspiciada por los Estados Unidos y “Europa Occidental”. “Transición” que equivalía a tránsito “de la ley a la ley”, como subrayaban los aperturistas franquistas. Desde la legalidad fascista, y a través de la misma mediante su reforma, a la legalidad “democrática” y, por tanto, el mantenimiento de la legalidad, estructuras e institucionales fascistas. La adecuación del régimen a formalismos democrático-burgueses para posibilitar su supervivencia.
La “reforma” requería la inclusión de una izquierda domesticada que le proporcionara credibilidad. Una izquierda dispuesta a traicionar sus principios: lucha antifranquista y ruptura democrática, a cambio de formar parte del poder establecido. Para logarlo se acaba con el PSOE tradicional, entregándolo, ya convenientemente depurado, a unos arribistas dispuestos a desempeñar el papel de la nueva Falange. De la nueva izquierda social del régimen. Nace así, en 1973, el nuevo PSOE “renovado”. Esa “leal oposición”, instituida como alternativa de gobierno dentro del régimen en lugar de alternativa a éste, se completará con un PCE que venía hacía tiempo mostrando disposición a transigir, con su política de “reconciliación nacional” y después con el “eurocomunismo”, convencido de lograr en el nuevo orden ser el gran partido socialdemócrata, a lo PCI italiano, dado lo minoritario y la debilidad del PSOE.
La mitificada “transición” no fue, por lo tanto, más que el desarrollo de la hoja de ruta prevista por el propio proyecto franquista. El elaborado en 1947, y cuyo pistoletazo de salida para su puesta en práctica no se dio tras el fallecimiento del Dictador, sino con la designación de Juan Carlos en 1969 y las “renovaciones” del PSOE y el PCE a principios de los años setenta. Era un proyecto que por otro lado ya estaba implícito en el propio levantamiento fascista del 18 de Julio. Aquel golpe militar no fue un pronunciamiento cuartelero que parcialmente fracasado se convierte en “guerra civil”, como propaga la historiografía oficial, sino que la “prolongación del conflicto” obedeció a un plan de las élites oligárquicas para la transformación de las características sociales poblacionales.
Desde sus inicios a mediados del XIX, los estados españoles, como todas las estructuras imperialistas, sólo habían logrado mantenerse mediante la fuerza. En cada ocasión en que el Sistema había permitido periodos de más tolerancia, de cierto grado de ejercicio democrático, los pueblos y clases populares las utilizaron para avanzar hacia procesos de liberación nacional y social, teniendo que abortarse el aperturismo, dado el peligro que acababa conllevando para la continuidad de las causas para lo que fueron creados esos estados españoles: facilitar la opresión de los pueblos y la explotación social. Por eso las etapas liberales y republicanas fueron breves y culminaron en involucionismos.
El último intento fue el constituido por la instauración de la II República Española. Ante el colapso del régimen monárquico y la inutilidad de su mantenimiento mediante una dictadura, el Capital volvió a intentar jugar la baza republicana, usando como bandera los ideales “regeneracionistas” “progresistas” y “modernizadores” pequeño burgueses y de los sectores urbanos de la aristocracia obrera, creyendo que se podrían contener y contentar las aspiraciones nacionales y sociales con el impulso de algunos cambios de carácter meramente formal y superficial que no alterasen, en lo sustancial, el status quo representado por el Estado único y el “libre mercado”. El fracaso de estos sectores en contener y contentar convence a las oligarquías, no ya de la necesidad de volver a “la mano dura”, sino de ir más allá. Se evidenciaba que no bastaba con la represión, pues a la menor ocasión pueblos y clases trabajadoras volvían a intentar levantarse. Se requería de soluciones más extremas y definitivas. Una especie de “solución final”.
Eso fue lo puesto en práctica con el Golpe de Estado del 18 de julio de 1936. El que la mal llamada “guerra civil” se prolongase a lo largo de cerca de tres años no sólo fue la consecuencia de la heroica resistencia ofrecida por los pueblos y la clase obrera, sino también a la puesta en práctica por los facciosos de una premeditada estrategia de genocidio. A mayor prolongación menor número de enemigos vivos. Porque de eso era de lo que se trataba, de exterminar una generación considerada como incontrolable e irrecuperable por el Sistema, para ser sustituida por otra más útil y dúctil. Educada en la sumisión y en el conformismo. De ahí que la Dictadura perdurase a lo largo de casi cuatro décadas y que se dividiese en dos periodos claramente diferentes: Uno primero de persecución y terror de Estado generalizado. Otro, iniciado a partir de mediados de los cincuenta, de “reeducación” y condicionamiento colectivo de nuevas generaciones.
Primero se establece un Estado policial dedicado a rematar el trabajo iniciado en el 36. A perseguir y acabar con los restos de disidencia aún existente. En esta etapa, adoptar el silencio y el sometimiento como norma vital de existencia se convierte en la regla de supervivencia general. El miedo y la miseria fueron los dos instrumentos para lograr la “la paz de los cementerios” de posguerra. Todo ello se lo transmitieron las víctimas a sus descendientes. Después, sin abandonar su esencial carácter represivo, se centrará el régimen en adiestrar y condicionar a las nuevas generaciones. Acallada la disidencia inicia la reeducación poblacional. Cuentan que en una visita del embajador estadounidense a Franco, cuando éste le expuso su preocupación por el futuro tras su muerte, el Dictador le tranquilizó diciéndole que estaba asegurado con la monarquía y la población. “Mi verdadero monumento no es aquella cruz del Valle de los Caídos, sino la clase media española”. Y así fue, la “clase media” lo hizo posible.
Lo que Franco llamaba “clase media” eran en realidad clases populares inoculadas de mentalidad pequeño burguesa. Más allá de la simple industrialización y el terminar con la autarquía, el desarrollismo tecnocrático de los sesenta lo que pretendía era inculcar aburguesamiento: individualismo, competitividad, consumismo, etc. “Normalizar” a la población. También que asumiesen, como indiscutidos e indiscutibles, tres conceptos que resultarían esenciales para mantener la alienación y la opresión en el futuro: los de autoridad, España y capitalismo. Todo este conjunto racracteriológico e ideológico, sumado al reprimido y resignado heredado de posguerra, conformará lo que entonces se denominaba “franquismo sociológico” por la oposición y después sería rebautizado, tras el pacto, como “madurez”. El “maduro pueblo español” es el hijo del franquismo sociológico, y fue la verdadera razón de ser de la Dictadura. De ahí el que todo quedara “atado y bien atado”. La continuidad del régimen no sólo quedaba asegurada por la monarquía y las instituciones, ante todo lo estaba gracias a la alienación colectiva. A esa “madurez” poblacional que lo impregnaba y hoy sigue impregnándolo todo, incluida a gran parte de la izquierda.
Tanto la izquierda del régimen como la anti-sistema “estatal” están compuestas por los hijos y los nietos del franquismo sociológico. Por los miembros de esas generaciones “reeducadas” o por sus descendientes, que han crecido en ese contexto condicionado. El neofranquismo es un continuismo también sociológico-cultural, no sólo político-institucional. El contenido y utilización que esas izquierdas hacen de conceptos como los de unidad, consenso, concertación o liderazgo, hunden sus raíces en las ideas corporativistas y verticalistas del franquismo. Se nos venden como democráticos principios claramente fascistas. Ejemplo de “progresismo” con una ascendencia fascista es el propugnar y defender el “Estado del bienestar”. Supuesto Estado protector y benéfico, y situado por encima de las clases, idéntico al franquista. Igualmente lo es el propugnar y defender España como unidad de destino en lo estatal, idea derivada del de “unidad de destino en lo universal” franquista. De ella también se deriva el de España como esa unidad de destino en lo “internacionalista”. Esos estados españoles concebidos como equivalencia a unidad “internacionalista” peninsular e insular de la clase obrera.
Muerto Franco en noviembre del 75, se pone en marcha el plan previsto: entronización de Juan Carlos como Rey, adaptación de la legislación a formalismos homologables a “democracia parlamentaria” y compartición del poder con las derechas nacionalistas y la izquierda socialdemócrata. A cambio de aceptar la permanencia del régimen: de sus instituciones, leyes, líderes políticos, élites socioeconómicas y principios justificativos del 18 de julio (“unidad de España” y “libre mercado”), la “oposición democrática” recibe su cuota de poder. La “transición” no supone negociaciones para establecer una democracia, sino negociaciones sobre los contenidos y características de la reforma, del continuismo franquista. Abandonada la opción rupturista por la “oposición”, los debates con los “aperturistas” se limitarán a aspectos formales de puesta en escena, y reparto de papeles y de poder.
Lo que entrará en vigor con la aprobación de la Constitución de 1978 será ese modelo consensuado de continuismo franquista travestido de democracia burguesa. Y esa será desde entonces la característica fundamental que distingue a la izquierda del régimen. Partir de la conceptuación del sistema político neofranquista como “democrático”. Con más o menos carencias. Aquejado de determinadas imperfecciones. Necesitado quizás de cambios de gran calado, pero democrático. Ese constituye el principio indiscutido e indiscutible. Y si se crítica esta democracia es para mejorarla. Y es mejorable porque lo es. Porque es se la puede hacer más “participativa” y “profundizar en la democracia”.
Esta afirmación distingue a la izquierda del régimen de la izquierda contra el régimen. La pro-sistema de la anti-sistema. La reformista de la revolucionaria. No sus banderas, sus discursos o sus denominaciones, sino el que se parta, o no, de la concepción del régimen actual como democrático. Pero, no obstante, no basta con la catalogación del mismo como neofranquista para no formar parte de la izquierda del régimen. No serlo tendrá que incluir proponer y actuar en consonancia. Y es en la coherencia entre teoría y praxis donde se hallará la segunda característica distintiva. El que las propuestas y las actuaciones estén en concordancia con partir de la base de su existencia o inexistencia.
Ambas cuestiones constituyen elementos determinantes a la hora de situar y situarse. Si vivimos en democracia, tanto la actuación política como las estrategias de agitación social tenderán a mejorarla y ampliarla. A hacerla más real, social, participativa, etc. Si no vivimos en democracia la actuación política y las estrategias de agitación social se centrarán en alcanzarla. Los regímenes no democráticos no son mejorables. No se les reforma, se les combate y se les erradica. Si hay democracia se puede participar para sustituir leyes, cambiar gobiernos o modificar instituciones. Si no la hay no se participa. Resulta indiferente cuáles son sus leyes, sus gobiernos o sus instituciones Si no hay una democracia la izquierda se sitúa al margen del régimen. No lucha en él sino contra él. El objetivo no es utilizarlo o cambiarlo, es destruirlo y sustituirlo. La izquierda contra el régimen es una izquierda de negación y de confrontación contra el orden establecido.
La izquierda del régimen, la izquierda pro-sistema, está conformada por todas aquellas que constituyen parte esencial del régimen. Los partidos y los sindicatos que formaron parte del pacto de la “transición”. Aquellos que, a cambio de participar en el reparto del poder, aceptaron no sólo el legitimar al régimen y formar parte de él, sino también el desmantelamiento del movimiento asociativo. La desmovilización popular. Aquellos que no sólo han mantenido el franquismo sociológico sino que se han servido del él: PSOE, PCE (después también IU), CC.OO., UGT, etc. A estos partidos y sindicatos habrá que añadir el conjunto asociativo creado, impulsado y dirigido por ellos en sustitución del popular. Ese asociacionismo oficial y oficialista basado en las subvenciones. Aquel que se limita a actividades dentro de márgenes institucionalistas e institucionalizados.
A este conglomerado habrá que sumarle también todos esos nuevos partidos, movimientos, sindicatos y asociaciones supuestamente “alternativos” surgidos en los últimos años, como el 15M y sus derivaciones asociativas posteriores, o Podemos. Todos los que dicen situarse al margen del régimen, incluso del Sistema; que lo critican, lo niegan o incluso afirman apostar por su sustitución, pero cuyas visiones, propuestas y acciones no se desmarcan de los apriorismos tradicionales y no rebasan los límites pactados en la “transición”. Sus propias bases ideológicas o programáticas delatan que en realidad no nos encontramos ante alternativas al régimen sino ante alternativas de alternancia dentro del régimen. Ante meros cambios de elementos y componentes dentro de la propia izquierda del régimen. Ante unos nuevos movimientos políticos, sindicales y asociativos que lo son exclusivamente en aspectos aparentes y superficiales. En cuanto a sus lenguajes, sus modos de hacer, las actitudes informales que mantienen, etc.
Tanto las izquierdas del régimen ya instaladas en poder como esas otras que aspiran a sustituirlas en la preponderancia social y el poder político mediante el disfraz de una aparente radicalidad, son distinguibles por compartir idénticos apriorismos: el sostener que este sistema político es democrático y/o el proponer y actuar como si realmente lo fuese. Dos eslóganes en boga pueden resumirlo; el de ¡si se puede! y su complemento ¡podemos! Ese ¡si se puede! lo que le traslada a las clases populares es el mensaje de que dentro del régimen es posible el que estas defiendan sus intereses y alcancen sus objetivos. En cuanto a ¡podemos!, transmite el que ellos pueden lograr hacer realidad esas defensas y objetivos a través de sus instituciones: gobiernos, parlamentos, etc.
Se trata, en definitiva, del mismo falso mensaje que le vienen transmitiendo al pueblo desde que estas izquierdas pactaron el continuismo neofranquista y su inclusión en él. El de que las transformaciones sociales son posibles y alcanzables dentro del régimen y a través régimen. Dado que el franquismo terminó con la muerte del Dictador y desde entonces disfrutamos de una “democracia parlamentaria”, bastará con la modificación de determinadas normativas, instituciones, o gobernantes, para que sea expresión y vehículo de los intereses populares. Que sólo es cuestión de mayorías y minorías. De izquierdas o derechas. De quién legisla y gobierna o de cómo se legisla y gobierna. De para quién o a favor de quien se hace. De ponerla al servicio de “la mayoría social”.
Decirle al pueblo que un régimen autoritario como el neofranquista es democrático o puede llegar a serlo mediante determinadas mejoras, leyes, o según quienes lo dirijan, es exactamente lo mismo que se le vendió en la “transición”. Y el objetivo de la venta, entonces y ahora, es también el mismo: sostenerlo y gobernarlo. Lo que entonces se le vendió con la Constitución y el “Estatuto de Autonomía”, lo que le vendió el PSOE en 1982 con aquel “por el cambio”, es idéntico a lo que hoy se le vende con proyectos regeneracionistas de “democracia participativa” o “profundización en la democracia”. Incluso propuestas aparentemente más radicales, “municipalistas” y “constituyentes”, forman parte del mismo marco ideológico referencial. Es la misma socialdemocracia y el mismo reformismo de siempre, envueltos en nuevas formas, lenguajes y actitudes.
La izquierda antisistema real, la transformadora y revolucionaria, entonces como ahora, es aquella que se sitúa en contra y al margen del régimen. La que le dice al pueblo la verdad. La que no le engaña o “adapta el mensaje”, aún a costa de perder audiencia, votos o influencia. La que le dice al pueblo que este régimen no es ni podrá llegar a ser nunca democrático, por ser una continuidad del franquismo, y porque, como cualquier régimen autoritario, su razón de ser es el imposibilitar la democracia. Que tampoco lo es ni será por imperialista, porque los estados imperialistas no proporcionan ni pueden proporcionar libertad a los pueblos, puesto que están para impedirla. Que tampoco lo es ni lo será por capitalista, porque los estados capitalistas no pueden ser favorables a los intereses del pueblo, pues existen para impedir su preponderancia y el triunfo de sus intereses.
La izquierda antisistema real, la transformadora y revolucionaria, entonces como ahora, es aquella que, por situarse en contra y al margen del régimen, y hacerlo de una forma consecuente y coherente, le dice al pueblo que: ni se puede, ni podemos. Que dentro de éste régimen, por autoritario, imperialista y capitalista, ni el pueblo puede alcanzar sus objetivos ni ella puede lograr que esos objetivos sean factibles de ser alcanzados. Es la que, por todo ello, no apuesta ni le propone al pueblo cambios del régimen, sino plantarle cara y acabar con él. La que sostiene que toda solución a sus problemáticas pasa por la previa destrucción del sistema político y socioeconómico vigente. La que mantiene levantada las banderas de la lucha antifranquista y la ruptura democrática.
Con esta decisión, “el Caudillo” cumplía con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, que el mismo hizo aprobar en 1947. Una ley que sentaba las bases institucionales del régimen: “España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo a su tradición, se declara constituido en Reino”. Así como el futuro del mismo tras “su falta”: “En cualquier momento, el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que debe ser llamado en su día a sucederle, a título de Rey”. Cabe subrayar las semejanzas entre esta definición del Estado Español y la de la Constitución de 1978. Aquel Estado monárquico, social y representativo ya prefiguraba el actual.
Esa expresión de que “todo quede atado y bien atado” se convertirá en estandarte de la continuación del régimen más allá de la propia existencia del Dictador y resumirá, en sí misma, tanto lo que supuso aquella “transición” como lo que es esta “democracia”. Un continuismo que, bajo forma de “monarquía parlamentaria”, se instituía a partir de la aplicación de la legislación franquista e impulsada por sus instituciones. La puesta en marcha del plan ya previsto en 1947, y del que el nombramiento como sucesor de Juan Carlos en 1969 no suponía más que su desarrollo. Consecuentemente, esa “transición” dio comienzo realmente en 1969, bajo la dirección del propio Dictador y auspiciada por los Estados Unidos y “Europa Occidental”. “Transición” que equivalía a tránsito “de la ley a la ley”, como subrayaban los aperturistas franquistas. Desde la legalidad fascista, y a través de la misma mediante su reforma, a la legalidad “democrática” y, por tanto, el mantenimiento de la legalidad, estructuras e institucionales fascistas. La adecuación del régimen a formalismos democrático-burgueses para posibilitar su supervivencia.
La “reforma” requería la inclusión de una izquierda domesticada que le proporcionara credibilidad. Una izquierda dispuesta a traicionar sus principios: lucha antifranquista y ruptura democrática, a cambio de formar parte del poder establecido. Para logarlo se acaba con el PSOE tradicional, entregándolo, ya convenientemente depurado, a unos arribistas dispuestos a desempeñar el papel de la nueva Falange. De la nueva izquierda social del régimen. Nace así, en 1973, el nuevo PSOE “renovado”. Esa “leal oposición”, instituida como alternativa de gobierno dentro del régimen en lugar de alternativa a éste, se completará con un PCE que venía hacía tiempo mostrando disposición a transigir, con su política de “reconciliación nacional” y después con el “eurocomunismo”, convencido de lograr en el nuevo orden ser el gran partido socialdemócrata, a lo PCI italiano, dado lo minoritario y la debilidad del PSOE.
La mitificada “transición” no fue, por lo tanto, más que el desarrollo de la hoja de ruta prevista por el propio proyecto franquista. El elaborado en 1947, y cuyo pistoletazo de salida para su puesta en práctica no se dio tras el fallecimiento del Dictador, sino con la designación de Juan Carlos en 1969 y las “renovaciones” del PSOE y el PCE a principios de los años setenta. Era un proyecto que por otro lado ya estaba implícito en el propio levantamiento fascista del 18 de Julio. Aquel golpe militar no fue un pronunciamiento cuartelero que parcialmente fracasado se convierte en “guerra civil”, como propaga la historiografía oficial, sino que la “prolongación del conflicto” obedeció a un plan de las élites oligárquicas para la transformación de las características sociales poblacionales.
Desde sus inicios a mediados del XIX, los estados españoles, como todas las estructuras imperialistas, sólo habían logrado mantenerse mediante la fuerza. En cada ocasión en que el Sistema había permitido periodos de más tolerancia, de cierto grado de ejercicio democrático, los pueblos y clases populares las utilizaron para avanzar hacia procesos de liberación nacional y social, teniendo que abortarse el aperturismo, dado el peligro que acababa conllevando para la continuidad de las causas para lo que fueron creados esos estados españoles: facilitar la opresión de los pueblos y la explotación social. Por eso las etapas liberales y republicanas fueron breves y culminaron en involucionismos.
El último intento fue el constituido por la instauración de la II República Española. Ante el colapso del régimen monárquico y la inutilidad de su mantenimiento mediante una dictadura, el Capital volvió a intentar jugar la baza republicana, usando como bandera los ideales “regeneracionistas” “progresistas” y “modernizadores” pequeño burgueses y de los sectores urbanos de la aristocracia obrera, creyendo que se podrían contener y contentar las aspiraciones nacionales y sociales con el impulso de algunos cambios de carácter meramente formal y superficial que no alterasen, en lo sustancial, el status quo representado por el Estado único y el “libre mercado”. El fracaso de estos sectores en contener y contentar convence a las oligarquías, no ya de la necesidad de volver a “la mano dura”, sino de ir más allá. Se evidenciaba que no bastaba con la represión, pues a la menor ocasión pueblos y clases trabajadoras volvían a intentar levantarse. Se requería de soluciones más extremas y definitivas. Una especie de “solución final”.
Eso fue lo puesto en práctica con el Golpe de Estado del 18 de julio de 1936. El que la mal llamada “guerra civil” se prolongase a lo largo de cerca de tres años no sólo fue la consecuencia de la heroica resistencia ofrecida por los pueblos y la clase obrera, sino también a la puesta en práctica por los facciosos de una premeditada estrategia de genocidio. A mayor prolongación menor número de enemigos vivos. Porque de eso era de lo que se trataba, de exterminar una generación considerada como incontrolable e irrecuperable por el Sistema, para ser sustituida por otra más útil y dúctil. Educada en la sumisión y en el conformismo. De ahí que la Dictadura perdurase a lo largo de casi cuatro décadas y que se dividiese en dos periodos claramente diferentes: Uno primero de persecución y terror de Estado generalizado. Otro, iniciado a partir de mediados de los cincuenta, de “reeducación” y condicionamiento colectivo de nuevas generaciones.
Primero se establece un Estado policial dedicado a rematar el trabajo iniciado en el 36. A perseguir y acabar con los restos de disidencia aún existente. En esta etapa, adoptar el silencio y el sometimiento como norma vital de existencia se convierte en la regla de supervivencia general. El miedo y la miseria fueron los dos instrumentos para lograr la “la paz de los cementerios” de posguerra. Todo ello se lo transmitieron las víctimas a sus descendientes. Después, sin abandonar su esencial carácter represivo, se centrará el régimen en adiestrar y condicionar a las nuevas generaciones. Acallada la disidencia inicia la reeducación poblacional. Cuentan que en una visita del embajador estadounidense a Franco, cuando éste le expuso su preocupación por el futuro tras su muerte, el Dictador le tranquilizó diciéndole que estaba asegurado con la monarquía y la población. “Mi verdadero monumento no es aquella cruz del Valle de los Caídos, sino la clase media española”. Y así fue, la “clase media” lo hizo posible.
Lo que Franco llamaba “clase media” eran en realidad clases populares inoculadas de mentalidad pequeño burguesa. Más allá de la simple industrialización y el terminar con la autarquía, el desarrollismo tecnocrático de los sesenta lo que pretendía era inculcar aburguesamiento: individualismo, competitividad, consumismo, etc. “Normalizar” a la población. También que asumiesen, como indiscutidos e indiscutibles, tres conceptos que resultarían esenciales para mantener la alienación y la opresión en el futuro: los de autoridad, España y capitalismo. Todo este conjunto racracteriológico e ideológico, sumado al reprimido y resignado heredado de posguerra, conformará lo que entonces se denominaba “franquismo sociológico” por la oposición y después sería rebautizado, tras el pacto, como “madurez”. El “maduro pueblo español” es el hijo del franquismo sociológico, y fue la verdadera razón de ser de la Dictadura. De ahí el que todo quedara “atado y bien atado”. La continuidad del régimen no sólo quedaba asegurada por la monarquía y las instituciones, ante todo lo estaba gracias a la alienación colectiva. A esa “madurez” poblacional que lo impregnaba y hoy sigue impregnándolo todo, incluida a gran parte de la izquierda.
Tanto la izquierda del régimen como la anti-sistema “estatal” están compuestas por los hijos y los nietos del franquismo sociológico. Por los miembros de esas generaciones “reeducadas” o por sus descendientes, que han crecido en ese contexto condicionado. El neofranquismo es un continuismo también sociológico-cultural, no sólo político-institucional. El contenido y utilización que esas izquierdas hacen de conceptos como los de unidad, consenso, concertación o liderazgo, hunden sus raíces en las ideas corporativistas y verticalistas del franquismo. Se nos venden como democráticos principios claramente fascistas. Ejemplo de “progresismo” con una ascendencia fascista es el propugnar y defender el “Estado del bienestar”. Supuesto Estado protector y benéfico, y situado por encima de las clases, idéntico al franquista. Igualmente lo es el propugnar y defender España como unidad de destino en lo estatal, idea derivada del de “unidad de destino en lo universal” franquista. De ella también se deriva el de España como esa unidad de destino en lo “internacionalista”. Esos estados españoles concebidos como equivalencia a unidad “internacionalista” peninsular e insular de la clase obrera.
Muerto Franco en noviembre del 75, se pone en marcha el plan previsto: entronización de Juan Carlos como Rey, adaptación de la legislación a formalismos homologables a “democracia parlamentaria” y compartición del poder con las derechas nacionalistas y la izquierda socialdemócrata. A cambio de aceptar la permanencia del régimen: de sus instituciones, leyes, líderes políticos, élites socioeconómicas y principios justificativos del 18 de julio (“unidad de España” y “libre mercado”), la “oposición democrática” recibe su cuota de poder. La “transición” no supone negociaciones para establecer una democracia, sino negociaciones sobre los contenidos y características de la reforma, del continuismo franquista. Abandonada la opción rupturista por la “oposición”, los debates con los “aperturistas” se limitarán a aspectos formales de puesta en escena, y reparto de papeles y de poder.
Lo que entrará en vigor con la aprobación de la Constitución de 1978 será ese modelo consensuado de continuismo franquista travestido de democracia burguesa. Y esa será desde entonces la característica fundamental que distingue a la izquierda del régimen. Partir de la conceptuación del sistema político neofranquista como “democrático”. Con más o menos carencias. Aquejado de determinadas imperfecciones. Necesitado quizás de cambios de gran calado, pero democrático. Ese constituye el principio indiscutido e indiscutible. Y si se crítica esta democracia es para mejorarla. Y es mejorable porque lo es. Porque es se la puede hacer más “participativa” y “profundizar en la democracia”.
Esta afirmación distingue a la izquierda del régimen de la izquierda contra el régimen. La pro-sistema de la anti-sistema. La reformista de la revolucionaria. No sus banderas, sus discursos o sus denominaciones, sino el que se parta, o no, de la concepción del régimen actual como democrático. Pero, no obstante, no basta con la catalogación del mismo como neofranquista para no formar parte de la izquierda del régimen. No serlo tendrá que incluir proponer y actuar en consonancia. Y es en la coherencia entre teoría y praxis donde se hallará la segunda característica distintiva. El que las propuestas y las actuaciones estén en concordancia con partir de la base de su existencia o inexistencia.
Ambas cuestiones constituyen elementos determinantes a la hora de situar y situarse. Si vivimos en democracia, tanto la actuación política como las estrategias de agitación social tenderán a mejorarla y ampliarla. A hacerla más real, social, participativa, etc. Si no vivimos en democracia la actuación política y las estrategias de agitación social se centrarán en alcanzarla. Los regímenes no democráticos no son mejorables. No se les reforma, se les combate y se les erradica. Si hay democracia se puede participar para sustituir leyes, cambiar gobiernos o modificar instituciones. Si no la hay no se participa. Resulta indiferente cuáles son sus leyes, sus gobiernos o sus instituciones Si no hay una democracia la izquierda se sitúa al margen del régimen. No lucha en él sino contra él. El objetivo no es utilizarlo o cambiarlo, es destruirlo y sustituirlo. La izquierda contra el régimen es una izquierda de negación y de confrontación contra el orden establecido.
La izquierda del régimen, la izquierda pro-sistema, está conformada por todas aquellas que constituyen parte esencial del régimen. Los partidos y los sindicatos que formaron parte del pacto de la “transición”. Aquellos que, a cambio de participar en el reparto del poder, aceptaron no sólo el legitimar al régimen y formar parte de él, sino también el desmantelamiento del movimiento asociativo. La desmovilización popular. Aquellos que no sólo han mantenido el franquismo sociológico sino que se han servido del él: PSOE, PCE (después también IU), CC.OO., UGT, etc. A estos partidos y sindicatos habrá que añadir el conjunto asociativo creado, impulsado y dirigido por ellos en sustitución del popular. Ese asociacionismo oficial y oficialista basado en las subvenciones. Aquel que se limita a actividades dentro de márgenes institucionalistas e institucionalizados.
A este conglomerado habrá que sumarle también todos esos nuevos partidos, movimientos, sindicatos y asociaciones supuestamente “alternativos” surgidos en los últimos años, como el 15M y sus derivaciones asociativas posteriores, o Podemos. Todos los que dicen situarse al margen del régimen, incluso del Sistema; que lo critican, lo niegan o incluso afirman apostar por su sustitución, pero cuyas visiones, propuestas y acciones no se desmarcan de los apriorismos tradicionales y no rebasan los límites pactados en la “transición”. Sus propias bases ideológicas o programáticas delatan que en realidad no nos encontramos ante alternativas al régimen sino ante alternativas de alternancia dentro del régimen. Ante meros cambios de elementos y componentes dentro de la propia izquierda del régimen. Ante unos nuevos movimientos políticos, sindicales y asociativos que lo son exclusivamente en aspectos aparentes y superficiales. En cuanto a sus lenguajes, sus modos de hacer, las actitudes informales que mantienen, etc.
Tanto las izquierdas del régimen ya instaladas en poder como esas otras que aspiran a sustituirlas en la preponderancia social y el poder político mediante el disfraz de una aparente radicalidad, son distinguibles por compartir idénticos apriorismos: el sostener que este sistema político es democrático y/o el proponer y actuar como si realmente lo fuese. Dos eslóganes en boga pueden resumirlo; el de ¡si se puede! y su complemento ¡podemos! Ese ¡si se puede! lo que le traslada a las clases populares es el mensaje de que dentro del régimen es posible el que estas defiendan sus intereses y alcancen sus objetivos. En cuanto a ¡podemos!, transmite el que ellos pueden lograr hacer realidad esas defensas y objetivos a través de sus instituciones: gobiernos, parlamentos, etc.
Se trata, en definitiva, del mismo falso mensaje que le vienen transmitiendo al pueblo desde que estas izquierdas pactaron el continuismo neofranquista y su inclusión en él. El de que las transformaciones sociales son posibles y alcanzables dentro del régimen y a través régimen. Dado que el franquismo terminó con la muerte del Dictador y desde entonces disfrutamos de una “democracia parlamentaria”, bastará con la modificación de determinadas normativas, instituciones, o gobernantes, para que sea expresión y vehículo de los intereses populares. Que sólo es cuestión de mayorías y minorías. De izquierdas o derechas. De quién legisla y gobierna o de cómo se legisla y gobierna. De para quién o a favor de quien se hace. De ponerla al servicio de “la mayoría social”.
Decirle al pueblo que un régimen autoritario como el neofranquista es democrático o puede llegar a serlo mediante determinadas mejoras, leyes, o según quienes lo dirijan, es exactamente lo mismo que se le vendió en la “transición”. Y el objetivo de la venta, entonces y ahora, es también el mismo: sostenerlo y gobernarlo. Lo que entonces se le vendió con la Constitución y el “Estatuto de Autonomía”, lo que le vendió el PSOE en 1982 con aquel “por el cambio”, es idéntico a lo que hoy se le vende con proyectos regeneracionistas de “democracia participativa” o “profundización en la democracia”. Incluso propuestas aparentemente más radicales, “municipalistas” y “constituyentes”, forman parte del mismo marco ideológico referencial. Es la misma socialdemocracia y el mismo reformismo de siempre, envueltos en nuevas formas, lenguajes y actitudes.
La izquierda antisistema real, la transformadora y revolucionaria, entonces como ahora, es aquella que se sitúa en contra y al margen del régimen. La que le dice al pueblo la verdad. La que no le engaña o “adapta el mensaje”, aún a costa de perder audiencia, votos o influencia. La que le dice al pueblo que este régimen no es ni podrá llegar a ser nunca democrático, por ser una continuidad del franquismo, y porque, como cualquier régimen autoritario, su razón de ser es el imposibilitar la democracia. Que tampoco lo es ni será por imperialista, porque los estados imperialistas no proporcionan ni pueden proporcionar libertad a los pueblos, puesto que están para impedirla. Que tampoco lo es ni lo será por capitalista, porque los estados capitalistas no pueden ser favorables a los intereses del pueblo, pues existen para impedir su preponderancia y el triunfo de sus intereses.
La izquierda antisistema real, la transformadora y revolucionaria, entonces como ahora, es aquella que, por situarse en contra y al margen del régimen, y hacerlo de una forma consecuente y coherente, le dice al pueblo que: ni se puede, ni podemos. Que dentro de éste régimen, por autoritario, imperialista y capitalista, ni el pueblo puede alcanzar sus objetivos ni ella puede lograr que esos objetivos sean factibles de ser alcanzados. Es la que, por todo ello, no apuesta ni le propone al pueblo cambios del régimen, sino plantarle cara y acabar con él. La que sostiene que toda solución a sus problemáticas pasa por la previa destrucción del sistema político y socioeconómico vigente. La que mantiene levantada las banderas de la lucha antifranquista y la ruptura democrática.